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martes, 1 de mayo de 2012

Dylan (Columnistas)

Por: Sergio Florentin












Dylan
Hace poco más de un mes me enteré que Bob Dylan iba a tocar en el Gran Rex, quizás el mejor lugar de Buenos Aires en donde una banda de música puede tocar. Ajeno a la escena musical cotidiana por lo obsceno de los precios, imaginé que ésta vez era la excepción. Y con el aval de quién es mi mecenas, salí a buscar los medios para conseguir mi ticket, que llegó casi de casualidad cuando se agotaban las posibilidades, a través de una amiga con la que estaba conversando sobre otros temas que tenían que ver con ella, y pasó de decirme que iba a averiguar, a mandarme un mensaje que textualmente decía:”Felicitaciones, tenés tu entrada para ver a Bob Dylan el 26 de abril a las 21 Hs”. Y empezó la angustia de la responsabilidad, el miedo ante el hecho de que un sueño se iba a realizar. Conté los días en mi mente, trataba de no pensar en ello. El día señalado, me preguntaron y dudé si ese era EL día. Pero era, fue. Y todo lo soñado fue menos increíble de lo que disfruté.
Antes que nada, quiero aclarar que esto va a funcionar como una crítica del show, pero desde mis sensaciones. Odio las críticas tradicionales. Fácilmente puedo caer en descripciones comunes; publicar el set list, diciendo a qué disco pertenecía cada tema interpretado; decirles el nombre de los músicos. Puedo ponerme snob y serio, es fácil. Pero esto intenta ser otra cosa. Contarles sabiendo sus múltiples desintereses, que esperaba y que vi. Aclarado el enfoque entonces.
Pasadas las 21:30 hs, las luces bajaron tenuemente y se escuchó una guitarra distorsionada. Se sumó otra y el bajo, y un redoble de batería hizo de señal para que las azuladas luces vistieran el escenario. Como lo imaginé, a la derecha del escenario desde donde yo estaba, es decir en línea recta a mi ubicación en una privilegiada fila 18, un hombre flaco, vestido como un viejo prestidigitador con un sombrero de ala redonda claro, arrancó con su teclado y su voz cascada a transitar por el largo camino de su repertorio. Cantando claramente a pesar de esa castigada voz, y regodeándose en su interpretación, dejó que ambos guitarristas y quién tocaba el steel atrás suyo, tuvieran su lucimiento en la banda. La base es tan exquisita como sobria, no está para lucirse si no para acompañar y empujar como una locomotora ese sonido tan notablemente estadounidense (aquí debería decir “americano” siguiendo los cánones de la crítica tradicional, pero avisé que no lo era) en todas sus formas (suena blues, country, bluegrass, rock and roll, boogie woogie, music hall, tex mex, hillbilly). El guitarrista principal es solo guitarrista (digo como si eso fuese poco…).El otro va de la acústica a la eléctrica, de la eléctrica a la mandolina, de la mandolina de nuevo a la eléctrica. Quién toca el steel, pasa también por el banjo, la guitarra y el violín. El bajista cambia de bajos pero no evita el contrabajo para acompañar algunas interpretaciones. El baterista es sencillo, gracias a Dios no están los solos en su repertorio. Y luego ÉL.
De la pose de tecladista sumiso y tímido, que de a ratos se acoda en los equipos para ver a SU banda, de la que se lo nota orgulloso de verdad, pasa a encarar el micrófono central, ese que lo deja en evidencia frente a un público que en primera fila le va a poder ver sus fríos y cristalinos ojos. Y lo encara decidido, aún en esa pose de enfrentarse a él de costado, como vemos en las viejas películas que lo encaraban los presentadores televisivos, los crooners de clubes nocturnos, Y canta además con un micrófono de mano y la armónica preparada. Y cuando sucede el milagro de que sonría, uno sabe que no es una noche más. Y sonríe mucho. Y toca su armónica, jugando, “conversando” con ella con sus guitarristas. Y se inclina, sigue el ritmo golpeando sus muslos y pega un saltito para quedar nuevamente de costado al micrófono, y mueve sus pies mientras sigue cantando, balbuceando las palabras a veces para que nadie pueda seguir mecánicamente su interpretación. Porque ese es otro de sus trucos: Imposible adivinar de primera cuál es la canción en la mayoría de los casos. Toda vez se reinterpretará, y la letra la dirá cada vez de forma distinta, inconexa con la melodía más de una vez, melodía que ni siquiera se parece a la original que tenemos instalada en nuestras simples cabezas.
Y después tomará una guitarra y se encargará de ser la primera guitarra de la banda, permitiéndose asumir los solos con una soltura que hasta el más eximio instrumentista envidiaría. Porque, para ser justos, nunca se destaca a Dylan como instrumentista. Y es grandioso, único. Más allá de mí fanatismo que creo ha quedado en evidencia en mi descripción…
Y todo esto ante un público que jamás se atrevería a cantar sus canciones, para no ser dejados en ridículo por quién parece No cantar SUS canciones. Y ese silencio entre aterrado y respetuoso, es el perfecto ámbito para disfrutar de este señor. Apenas nos animamos al:” How does it feel?” del estribillo de Like A Rolling Stones, anteúltima canción antes de la despedida con la “Hedrix versión” de All Along The Watchtower. Para regresar y tocar una casi irreconocible Blowind in the wind. Y basta, no habrá aplausos o gritos que lo hagan volver. Porque eso fue todo, y fue demasiado. Todo el arte y la entrega de este hombre se nos grabaron aquí y para siempre. Que no sé si les dije, cumple 71 años en unos días.
Y así pasarán dos horas en los que conocí el paraíso de los sueños, porque vi a Dios. Y ya sé que hay cosas más importantes en la vida. Yo solo pongo esta experiencia por debajo de mis afectos, de las personas que amo. Todo lo demás, va a tener que hacer mucho mérito para modificarme la idea de que el jueves 26 de abril de 2012 fue la mejor noche de mi vida.



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